27.5.08

Aquella extraña dama

En la esquina de Lafuente y Directorio, en el barrio de Flores, hay una casa de dos pisos arruinada por la humedad. Tiene un balcón que da a la calle con una baranda totalmente corroída por el óxido y las paredes agrietadas por la lluvia. La puerta de entrada es de chapa, le falta la manija y no tiene timbre. Al lado, hay un quiosco que cambia de dueño muy seguido debido a los robos constantes. Enfrente, un salón de fiestas infantiles que está allí hace más de una década.
Los vecinos cuentan que hace diez años Sara vivía con su esposo José, pero hace nueve que la mujer se quedó viuda. Desde ese día, no abandona la casa por ningún motivo. Nunca la vieron salir a comprar. Al parecer, no tiene familia ni conocidos, o por lo menos eso es lo que se comenta en el barrio. Lo único que se sabe es que desde el día de la muerte de su marido, sale al balcón en cualquier momento del día vestida con un camisón azul oscuro a cantar siempre la misma canción. Los hierros descascarados son su única compañía.
“Nunca me dirigió una palabra, pero el otro día la anciana salió al balcón y yo la estaba observando. Me vio y corrí repentinamente la vista. Me chistó. Me dijo que no la mire por si se le caían los dientes”, relató riendo el dueño del salón de fiestas. También comentó que no le molesta que cante y que, para él, es "una pobre mujer que no tiene otra cosa más importante que hacer en su vida".
Se dice que el vecino de la casa de al lado se mudó porque no podía escuchar más esa canción a toda hora, y que un día llamó a la policía pero que no hicieron nada. Cuando alguien le golpea la puerta, ella se asoma sigilosamente a través de un cortinado de hilachas y se fija quién es. Pero nunca atiende. Nunca habla con nadie.
Sin embargo, hace un mes alguien llegó hasta allí y ella le abrió. Entraron rápidamente a la casa. Tres horas después, Sara despidió a la invitada y un vecino irrumpió repentinamente para hablar con la misteriosa visitante. Le preguntó qué relación la unía con la anciana. Después de un silencio inexplicable, aquella dama le cuenta al vecino que son amigas de toda la vida y que la viene a visitar todos los aniversarios de la muerte de José. No quiso revelar nada más, subió al auto y arrancó súbitamente. Después de ese día, todo siguió igual. Hoy todavía no salió, es posible que la lluvia le impida entonar su melodía.

21.5.08

Ahogo

Te pasa algo y no sabés cómo decirlo. Tenés un nudo en la garganta y no sabés si tragarlo o escupirlo. Te duele el pecho y no sabés si respirar hondo o dejar de respirar. Cuesta, yo sé que cuesta, pero sin embargo lo intento. Duele, también lo sé. Sin embargo me aguanto. ¿Por qué la vida será tan dura? ¿Por qué sufren los más buenos? ¿Por qué se van los que se tienen que quedar? ¿Por qué duele tanto la partida de alguien? Tantas preguntas que no entran en mi cabeza son las que me abomban todos los santos días. Quiero gritar, pero tengo miedo de gritar muy fuerte. Quiero romper todo, pero no creo que esa sea la mejor solución. Y sigue doliendo, sí. Y más duele cuando ves a esa persona que se le cae una lágrima y no sabés si abrazarla o decirle que se deje de joder, que ya todo va a pasar. Y tampoco quiero decirle eso, no quiero mentirle. Mientrás tanto sigo acá, sin ninguna respuesta, pero con mucha esperanza por lo que se viene y con mucha bronca por los demás, sí esos que no te llevan el apunte, que se hacen llamar familia. No sé cómo terminará todo esto.

En búsqueda de la esperanza


No tuve más remedio que subirme a ese barco. No sabía hacia dónde se dirigía, pero lo que sí sabía era que era la única solución a mi problema. Tuve miedo, lo acepto. Me sentí muy solo en ese viaje, nadie me podía ver, pero pese a toda la angustia que sentía, seguí adelante.
Pasaron veintisiete horas y, por fin, el barco atracó. Fui uno de los primero en bajar. Me quedé sentado a poca distancia del muelle como si nada, para pasar desapercibido. No sabía dónde estaba. Hablaban en un idioma rarísimo, en el cual mezclaban palabras con gestos y aplausos. Noté un clima tenso, algunos corrían y se tiraban al mar, otros se abrazaban. Pensé que se acercaba un terremoto, pero me equivoqué.
En tres segundos escuché bombas y gritos. Se acercó a mí un hombre llorando, me agarró de la mano y me llevó a una especie de galpón. Ahí estaba lleno de personas cargando armas y ametralladoras. Me pusieron un arma sobre los brazos y me dieron como cien balas. No me quedaba otra opción, tenía que luchar contra personas que no sabía ni quiénes eran.
Llegó el momento y yo estaba muy nervioso. Nunca había tenido un arma tan poderosa como esa en mi vida. Empecé a disparara, pero por suerte no llegué a matar a nadie o eso fue lo que yo quería pensar. A mi nadie me apuntó, es muy probable que los contrarios se hayan dado cuenta de que yo no optaba por la guerra.
Siento que me equivoqué, jamás tendría que haber agarrado el rifle ese. No tenía porqué matar a nadie, ni defender a ese país que para mí era desconocido.
Dos días después volví a subirme a ese barco, preferí la condena que en mi país me había ganado. Luego de casi veintiocho horas llegué, y miles de policías me estaban esperando. Nunca más pude volver a ver la luz del sol.